Hoy he visto la foto de ese árbol plantado frente al colegio de mi hija.
He notado que se parece mucho al que dibujo como garabato cuando pienso sin pensar.
El árbol del garabato ha sido analizado, escudriñado, mil veces borrado, pintado y dibujado, pero sigue igual. Siempre tiene la misma copa redonda, las mismas ramas, las raíces abiertas, anchas. Siempre tiene una ramita suelta del lado derecho. Siempre lo ilumina un sol en espiral y siempre tiene tres nubes como líneas torcidas sobre él.
El árbol del colegio tiene muchos años ahí. Me lo ha dicho un amigo que jugó en él cuando era niño y su madre lo llevaba al colegio. Igual que hago yo con mi niña. ¿Cuántas caídas habrá visto? ¿Cuántos rasguños, cuántos llantos? ¿Cuántas risas y cuántos cuentos inventados por niños inocentes?
He tenido que dejar a mi hija en ese país lejano y volver sola al mío. Me consuela saber que está ese árbol ahí. Como resguardo, como guarida, como vigilante eterno de juegos y fantasías. Sé que habrán días en que desearé ser él. Sé que le envidiaré poder ver a mi niña cada día. De hecho ya lo envidio.
Por alguna extraña razón siento alivio en el corazón cuando pienso en él. Siento que mi niña tiene algo seguro. Él está ahí.